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Una mañana soleada arribando al "templo" de la música electrónica de la capital alemana. Foto propia. |
Ahí iba yo: alrededor de las diez de la mañana de un domingo de verano en Berlín sin nada más que yo mismo, lo que soy y lo que tengo, esta piel, esta mente y este corazón, este religare, estas historias y estos intentos, cruzando el Oderbaumbrücke sobre el Río Spree. Iba descansado sin haber salido la noche anterior, bañado, vestido, desayunado y, tras una caminata de casi una hora, listo para el Berghain/Panorama Bar como quien va a misa. Cuando llegué, había una fila de menos de quince personas delante de mí entre los tubos de la entrada. Vi como les bouncers, una chica afrodescendiente y un hombre con una gorra de los New York Yankees, le negaron el ingreso a varias personas. Yo estaba nervioso, tengo que reconocerlo, había escuchado y leído tantas cosas sobre este club que un rechazo en la entrada era un golpe a mi lastimado ego y era para dejarme pensando si todavía valía la pena seguir participando en una suerte de escena global de música electrónica como raver y periodista independiente. Ese era el nivel de relevancia personal en juego y por supuesto que iba solo y sin estar en la lista de invitados: era el Berghain/Panorama Bar, personificado en su filtro humano de ingreso, o sea, les bouncers y yo. Era mi destino y yo. Mi camino y yo. Mi suerte y yo. Todo o nada.
Llevaba gafas de sol puestas pero cuando llegó mi turno de ser "juzgado" en la puerta, me las quité. Curiosamente, la chica me preguntó -en inglés- si todo estaba bien conmigo. No sé si me lo preguntó porque el delineador que me había puesto en los ojos le agregaba cierto drama y profundidad a mi mirada -que yo performatizaba seria y directa como cuando uno pasa por el control de seguridad en los aeropuertos- pero solo le respondí que sí. El man de la gorra de los Yankees me preguntó si solo era yo, a lo que le respondí con un gesto medio abriendo los brazos y medio volteando a ver a mi alrededor como diciéndole: ¿mirás a alguien más a la par mía?, me vio a los ojos y supongo que es en la mirada, en un punto que los bouncers aprenden a reconocer con el tiempo, que saben tanto quién necesita, como quien podrá tolerar lo que ocurre adentro del club. Y, aunque ningún sistema de seguridad es infalible, y hasta a les bouncers del BH/PB se les filtran personas que solo entran de mirones a husmear e incomodar lo que pasa adentro, "the eyes, chico, they never lie": en los pocos segundos que duró nuestro cara a cara, pude percibir que, muy sutilmente y de difícil percepción, hubo algo que se quebró en su mirada, no sé exactamente qué fue (o tal vez sí: me vio a los ojos, y al verlos, supo que estaba frente a alguien que está sobreviviendo a una guerra interior), lo cierto es que solo sonrió y con la cabeza me hizo un gesto para que ingresara. Entré, como quien se prepara para cruzar un umbral entre uno y otro mundo, otro bouncer me pidió que sacara todo lo que llevaba en los bolsillos, lo hice, le puso un sticker color verde fosforescente a cada una de las cámaras de mi celular y pasé a pagar los treinta euros de cover. Me pusieron un brazalete y, quien me lo puso, pronunció la palabra liebe (que significa "amor" en alemán) cuando hizo un gesto como de sello o martillo con su puño sobre mi muñeca derecha.
No eran ni las once de la mañana y yo ya estaba en la parte de atrás del dancefloor del Berghain. Debo confesar que cuando ya estaba ahí, "reconociendo la cancha", se me salieron las lágrimas. ¿Por qué? Supongo que porque sentí que todo lo que había vivido hasta ese momento había valido la pena, porque estaba confirmado que era parte de algo más grande que yo. De algo que es parte de mi identidad. De una cultura de la que estoy parte. Lo demás, fueron diez hora de entregarse a la música (en este caso de Beatrice, Maemm y Chami, a quienes no había escuchado), de dejarse poseer por el sonido aerodinámico y habitar la pista de baile como quien habita un mundo ideal, hasta las ocho de la noche que Ivan Smagghe se presentaba en el Panorama Bar y fue toda una revancha tras un frustrado intento de bailarlo en el showcase de My Favorite Robot en la última edición del BPM Festival en Playa del Carmen. en 2017. La vida te quita y la vida te da. A mí me dio cuatro horas de danza rota en clave de electro techno en medio de una masa movediza de cuerpos sudorosos imposible de contener. Era un desborde corporal: los cuerpos chocaban y esos choques -esos shocks- eran llamados a cuestionarse y percibir las auténticas razones y sentidos para estar ahí. Yo fui a bailar mi revancha y lo logré. En cuanto Ivan finalizó, fui a descansar antes de cerrar mi jornada, de vuelta al Berghain para unas cuantas horas de las siete que tocó DJ Nobu y a caminar de vuelta al hostel.
¿Qué pasa adentro del Berghain/Panorama Bar? Lo mismo que pasa en cualquier otro lugar: el tiempo pasa. La cuestión es que el tiempo, el espacio-tiempo, el cronotopo, que se vive adentro de este club es un tiempo dedicado a la música y al sonido sí, pero también al autoconocimiento vía el deseo, el placer, la compensación inmediata, el hedonismo que se genera al encontrarse y reconocer, ya sea en las gradas o en los baños, la diferencia de la diversidad de seres que habitamos el mundo y que, a la luz o la sombra de la pista de baile, la verdad de la conmoción corporal no deja espacio para dudas: hay que aprender a fluir como el agua de un río que, aunque aparentemente estático en su cauce constante, en realidad el agua que fluye y lo constituye es diferente a cada instante; acaso como cada interacción con la otredad en la pista que te agrega conocimiento del mundo pero que también te deja una sensación de que, en el fondo, no somos tan distintos. Pienso en la luz que entra por las ventanas del BH/PB del amanecer transformándolos en vitrales multicolor que se proyectan sobre los dark rooms. La evidencia del paso del tiempo es el cambio. Ya no somos lxs mismxs. Unos le llaman decadencia, otros le llaman salvación. ¿Y si la decadencia del ego es la salvación del alma?
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